Prolegómenos a la Doctrina del Crimen

Toda sabiduría sucumbe bajo la vista de su emblema: el único emblema del hombre es el cadáver. En estas líneas no nos ocuparemos, pues, del hombre, sino de sus contrafiguras, de lo que en él apunta hacia una heráldica. Con ello esperamos que el espíritu, mudo para unos, hablará para nosotros. Haremos una anatomía filosófica del crimen y la crueldad a través de la Historia y el Arte, desplegada sobre un andamiaje teórico en el que prevalezca el buen gusto: Aristóteles, Shakespeare, Milton, Leibniz, Poe, De Quincey, Schopenhauer, Stevenson, Borges, Benjamin, Foucault, Deleuze. Una colección de fragmentos monádicos cuyo fin es configurar las constelaciones de lo eidético, único testigo posible de la invocación de lo humano bajo la sombra de una nueva Noche.

martes, 4 de diciembre de 2007

Amo y esclavo


Marius, el hombre que surgió a caligu para ser siete veces cónsul, estaba en una mazmorra, y se envió a un esclavo con el encargo de matarle. Éstas eran las personas, los dos extremos de una humanidad exaltada y desesperada, su hombre de vanguardia y su hombre de retaguardia, un cónsul romano y un abyecto esclavo. Pero sus relaciones naturales fueron invertidas monstruosamente por el capricho de la fortuna; el cónsul estaba encadenado, el escavo por un momento era juez de su destino. ¿Mediante qué conjuro, qué magia, logró Marius reintegrarse en sus prerrogativas naturales? ¿mediante qué prodigios, celestiales o terrenales, logró de nuevo, en un instante investirse con la púrpura y situar entre él y su asesino un haz de lictores? Por la mera supremacía de las grandes mentes sobre las débiles. Fascinó al esclavo como una serpiente hace con un pájaro. De pie "como Teneriffe", le miró fijamente y dijo: Tune, homo, audes occidere C. Marium? ¿Acaso pretendes matar a Caius Marius? Con lo cual el reptil, amilanándose con su voz, sin atreverse a devolver la mirada al cónsul, se agachó hasta el suelo, se volvió sobre sus pies y manos como cualquier sabandijaa y dejó a Marius de pie en soledad tan firme e inamovible como el Capitolio.
Thomas de Quincey, Cartas a un joven cuya educación ha sido descuidada, IV

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