Toda lejanía, si se revela como inconmensurable, apunta a aquella distancia contemplativa que Aby Warburg consideraba el acto fundacional de lo humano: la aparición de un espacio intermedio entre la mirada y el mundo exterior (Bilderatlas Mnemosyne: Einleitung). Tal distancia puede llegar a borrar las marcas específicas que permiten la inserción de un acontecimiento en la totalidad dada que le otorga carácter causal (el estado, el derecho, etc.), y revelárnoslo en su pura gratuidad, en su ausencia de motivo, como la paradoja de una finalidad sin finalidad (parafraseando a Kant), naturaleza despojada del principio de razón, como objetividad pura, es decir, como momento estético. Tal distancia es, sin duda, resultado de la incompatibilidad del acto con nuestros fines y con nuestra causalidad. El acto mismo, sin embargo, puede ser vivido por sus testigos más cercanos no como experiencia de la barbarie, sino como experiencia de la confirmación monstruosa del orden. Tal es el caso del suplicio de los mil cuchillos, Lingchi. Bataille coronó sus Lágrimas de Eros con sus imágenes; Elizondo lo concibió como el instante por excelencia, como auténtico Acontecimiento, definición de la mirada gobernada en secreto bajo la figura de Diana y Acteón: ¿No es la terrible verdad que en ese instante lo que desaparece no es lo mirado (cuyo destino no puede cumplirse si no es ajeno a nuestra intención, salvadora o destructora), sino el testigo del acto, Acteón devorado por sus propios perros, cazador perdido sin saberlo por el Negro Eros? Todo lo contrario ocurre si consideramos tal suplicio desde la mirada china. Para Chuang Tsu el suplicio del desmembramiento se inserta plenamente en la causalidad del orden establecido, al grado que identifica al malhechor descuartizado con el hombre dividido bajo el peso de la Virtud y la Benevolencia confucianas. Esto apunta a un hecho indudable: la crueldad es la contemplación objetiva de lo violento en un espacio purificado de la causalidad, es la violencia liberada del principio de razón que en el fondo gobierna toda violencia, camino monstruoso e improbable hacia lo bello. La distancia es su sello: distancia que emerge cuando comprendemos el mundo liberado de lo sucesivo, cuando lo miramos a través de su anacronía fundadora.
Prolegómenos a la Doctrina del Crimen
Toda sabiduría sucumbe bajo la vista de su emblema: el único emblema del hombre es el cadáver. En estas líneas no nos ocuparemos, pues, del hombre, sino de sus contrafiguras, de lo que en él apunta hacia una heráldica. Con ello esperamos que el espíritu, mudo para unos, hablará para nosotros. Haremos una anatomía filosófica del crimen y la crueldad a través de la Historia y el Arte, desplegada sobre un andamiaje teórico en el que prevalezca el buen gusto: Aristóteles, Shakespeare, Milton, Leibniz, Poe, De Quincey, Schopenhauer, Stevenson, Borges, Benjamin, Foucault, Deleuze. Una colección de fragmentos monádicos cuyo fin es configurar las constelaciones de lo eidético, único testigo posible de la invocación de lo humano bajo la sombra de una nueva Noche.
viernes, 7 de septiembre de 2007
Apólogo sobre el Lingchi, de Chuang-Tsu
"Cuando Po-Chu visitó el país de Chi, vio el cuerpo de un malhechor descuartizado (es decir, que sufrió el Lingchi). Al punto se despojó de su manto de corte y cubrió los pobres miembros destrozados como si envolviese a un niño en pañales. Y mientras hacía esto, gritaba y se lamentaba: “No creas que tú solo sufres esta desgracia. No sólo te pasa a ti esta terrible desdicha. Nos pasa a todos, aunque a ti te ha herido antes. Tus jueces dicen: no robarás, no matarás; y esas mismas almas virtuosas, al premiar y a elevar a unos cuantos hunden al resto en la ignominia. La división que crea sus leyes engendra la ira y el rencor. Ellos, que amontonan honores, siembran la semilla del odio. El corazón turbio por odio y envidia, el cuerpo cansado por un cansancio sin tregua, el espíritu henchido de irrealizables deseos. ¡Cómo escandalizarnos de que todos terminen como tú!"
Chuang-Tsu atribuye este comentario a Lao-Tsé, con respecto al rechazo taoísta de toda jerarquización y división entre los hombres:
“Lo único que no debemos hacer es entrometernos con el corazón humano. El hombre es como una fuente: si la tocas, se enturbia, si pretendes inmovilizarla, su chorro será más alto. Puede ser tan ardiente como el fuego más vivo; puede ser tan frío como el hielo mismo. Tan rápido es que, en un instante, puede darle la vuelta al mundo; en reposo, es como el lecho de un estanque; activo, es poderoso como el cielo. Un caballo salvaje que nadie doma: eso es el hombre. El primer entrometido fue el Emperador Amarillo, que enseñó la virtud y la benevolencia. Yao y Shun lo siguieron; trabajaron hasta perder las fuerzas, se rompieron el alma con incesantes actos de bondad y justicia; se exprimieron los sesos para redactar innumerables proclamas y leyes. Nada de esto mejoró a la gente. (...) De ahí en adelante, la decadencia se hizo universal. Los poderes naturales del hombres se desviaron, sus facultades innatas se corrompieron. En todas partes se empezó a admirar el “conocimiento” y la gente del común se volvió lista y taimada. Nada permaneció en su estado natural. Todo tuvo que ser cortado y aserrado conforme a un modelo fijo, dividido justo en donde la línea de tinta lo marcaba, triturado a golpe de cincel y martillo, hasta que el mundo entero se convirtió en innumerables fragmentos. Caos y confusión. ¡Y todo esto sucedió por inmiscuirnos en el alma de los hombres!
Aquellos que se dieron cuenta de la locura de estos métodos, huyeron a las montañas y se escondieron en cuevas inaccesibles; y los grandes señores se sentaron temblando en sus viejos palacios. Hoy, cuando los cuerpos de los descuartizados se apilan unos sobre otro; cuando a los prisioneros , encorvados y en cadenas se les empuja en manadas; cuando los contrahechos y los mutilados tropiezan uno con otro, los seguidores de Confucio y Mo-Tsu no encuentran otro remedio que, a horcajadas sobre los aherrojados, levantar las mangas de sus camisas y darse de golpes en la cabeza. Su impudicia es increíble. Casi podría afirmar que la santidad y la sabiduría han sido el cerrojo y la llave de los grilletes que aprisionan al hombre, virtud y benevolencia, las cadenas y cepos que los mantienen inmóviles. Sí, casi podría creerse que los virtuosos Tseng y Shi fueron las flechas que anunciaron la llegada del tirano Chieh y el bandido Chih."
“Lo único que no debemos hacer es entrometernos con el corazón humano. El hombre es como una fuente: si la tocas, se enturbia, si pretendes inmovilizarla, su chorro será más alto. Puede ser tan ardiente como el fuego más vivo; puede ser tan frío como el hielo mismo. Tan rápido es que, en un instante, puede darle la vuelta al mundo; en reposo, es como el lecho de un estanque; activo, es poderoso como el cielo. Un caballo salvaje que nadie doma: eso es el hombre. El primer entrometido fue el Emperador Amarillo, que enseñó la virtud y la benevolencia. Yao y Shun lo siguieron; trabajaron hasta perder las fuerzas, se rompieron el alma con incesantes actos de bondad y justicia; se exprimieron los sesos para redactar innumerables proclamas y leyes. Nada de esto mejoró a la gente. (...) De ahí en adelante, la decadencia se hizo universal. Los poderes naturales del hombres se desviaron, sus facultades innatas se corrompieron. En todas partes se empezó a admirar el “conocimiento” y la gente del común se volvió lista y taimada. Nada permaneció en su estado natural. Todo tuvo que ser cortado y aserrado conforme a un modelo fijo, dividido justo en donde la línea de tinta lo marcaba, triturado a golpe de cincel y martillo, hasta que el mundo entero se convirtió en innumerables fragmentos. Caos y confusión. ¡Y todo esto sucedió por inmiscuirnos en el alma de los hombres!
Aquellos que se dieron cuenta de la locura de estos métodos, huyeron a las montañas y se escondieron en cuevas inaccesibles; y los grandes señores se sentaron temblando en sus viejos palacios. Hoy, cuando los cuerpos de los descuartizados se apilan unos sobre otro; cuando a los prisioneros , encorvados y en cadenas se les empuja en manadas; cuando los contrahechos y los mutilados tropiezan uno con otro, los seguidores de Confucio y Mo-Tsu no encuentran otro remedio que, a horcajadas sobre los aherrojados, levantar las mangas de sus camisas y darse de golpes en la cabeza. Su impudicia es increíble. Casi podría afirmar que la santidad y la sabiduría han sido el cerrojo y la llave de los grilletes que aprisionan al hombre, virtud y benevolencia, las cadenas y cepos que los mantienen inmóviles. Sí, casi podría creerse que los virtuosos Tseng y Shi fueron las flechas que anunciaron la llegada del tirano Chieh y el bandido Chih."
Suscribirse a:
Entradas (Atom)